28 de Marzo de 2008 David Beriain
Los paramilitares y la "limpieza social"
La guerra ni siquiera respetó a la más incapacitada de las hermanas de Berta Córdoba. Lucila tenía constantes pérdidas de memoria. La muerte tres años antes de sus hermanos Ebelio, Pablo y Leonardo tampoco puso las cosas más fáciles. Lucila intentó seguir con su vida, se enamoró, luchó por tener una vida normal, pero la muerte le salió al paso una mañana de 1995.
Volvía de Medellín con su novio, con su compañero, en tren, cuando unos paramilitares los retuvieron. "Los mandaba un tal Bernardo Giraldo. No sé si ahora está desmovilizado o no. Los sacaron de allí, les robaron todo lo que tenían y los empujaron cerca del río. Allí los mataron y los descuartizaron cortándolos con motosierras. Obligaron a un vecino que vivía por allí a coger los pedazos y tirarlos al río Magdalena para que se hundieran o para que se los comieran los caimanes. El hombre no lo pudo soportar y se fue directo a CREDHOS (la Corporación Regional de Defensa de los Derechos Humanos) a poner la denuncia. Jamás encontramos los cuerpos. Dijeron lo mismo, que los habían matado por ayudar a la guerrilla. Pero mi hermana ni siquiera estaba bien de la cabeza...", cuenta Berta.
Hubo un tiempo en el Magdalena Medio y casi en toda Colombia en el que vender motosierras era como vender cruces en los tiempos de Cristo. Los paramilitares la convirtieron en su instrumento preferido de muerte. Cortaban a sus víctimas, muchas veces en vida y en presencia de testigos. Una forma deliberada y estudiada de sembrar el terror en sus víctimas. El asesinato convertido en una forma macabra de comunicación. Un lenguaje propio con sello personal. A los soplones o a los infiltrados, por ejemplo, se les hacía "un corte de corbata", que consiste en abrirles la garganta y sacarles la lengua por el agujero, dejándosela colgando.
Julián Bolívar, uno de los líderes paramilitares del Magdalena Medio, dejó helada a la sala del tribunal que escuchaba su confesión mientras contaba cómo enganchaban a sus víctimas de un alambre a lo largo del río. Lo bajaban y los subían cuando estaban a punto de ahogarse. Algunos recibían mordeduras de animales en el proceso.
Genocidio político y "limpieza social"
Los paramilitares mataban en esos días a todo aquel sospechoso de ser simpatizante de la guerrilla. El brazo político de las FARC, la Unión Patriótica, fue literalmente exterminada. Los cálculos difieren pero entre 3.000 y 6.000 miembros fueron aniquilados. Pero se mataba también a sindicalistas, líderes comunales, profesores, activistas de derechos humanos. En medio de toda esta "limpieza social" se mataba también a cualquier "maleante" que se encontrara en la calle. Drogadictos, porretas ocasionales, mandantes, todos caían. Y caen, porque en ciudades en las que he estado en los últimos días como San José del Guaviare, "la limpieza" sigue en marcha. "Aquí ves a uno fumándose un porro en la esquina y al día siguiente aparece su cuerpo en la orilla del río", me contaba un miembro de la alcaldía.
Puede que para los paramilitares la muerte Lucila entrara en dentro de esa "limpieza social". "Una vez vi al tal Giraldo. Fue en un hospital, yo trabajaba allí de vez en cuando y una compañera me lo señaló y me dijo ‘mira, ese es el asesino de tu hermana'. Estaba allí porque su hija estaba enferma. Andaban por ahí, libres, impunes", recuerda Berta.
Había perdido ya a cuatro hermanos y la tragedia aún no iba más que por la mitad. Poco después encarcelaron a otros dos hermanos suyos por colaboración con la guerrilla, una acusación que Berta niega con vehemencia. Ella inisiste: "O colaborabas con ellos o te caían a bala. No había alternativa. Lo que ocurrió fue que cuando algún guerrillero desmovilizado se convertía en sapo (soplón) del Ejército, esa gente nos señalaba a nosotros".
El caso es que Miguel Ángel y Carlos pagaron cuatro años de prisión. Para cuando salieron, la guerrilla había desaparecido de la zona en la que los Córdoba tenían su finca. Ahora era territorio paramilitar y los grupos de la zona se estaban empleando a fondo. Quizás por eso Miguel Ángel decidió no volver a trabajar la tierra. Se quedó en Barrancabermeja trabajando en la petrolera local. Pero ni siquiera eso lo salvó. "Lo desaparecieron el 17 de mayo del 2001", cuenta Berta. Y es que en Colombia, la guerra ha convertido el verbo desaparecer es transitivo.
Ese mismo año el único hijo de Berta también desapareció. "Se fue a buscar a su tío querido. Me dijeron que se lo habían llevado los ‘paracos'. Sólo sé que un día salió de casa y ya no volvió. Desde entonces vivo con la esperanza metida aquí -se señala el corazón-, de que algún día vendrá y entrará por esa puerta. Es mucho peor tener un desaparecido en la casa que un muerto. A un muerto se lo entierra y punto. Un desaparecido es un capítulo que no se puede cerrar. Así me lo decían las Madres de Plaza de Mayo en un encuentro que tuvimos de víctimas en Bogotá. Aunque no quieras siempre sueñas con que vuelva", dice. Se llamaba Eduard Alonso Gómez y tenía 22 años.
"El pedazo más grande de mi hermano era así"
Carlos, al contrario que Miguel Ángel, sí volvió a la finca. Lo mataron dos años después. "Un día llegaron unos tipos con uniformes militares, brazaletes de las Autodefensas y pasamontañas negros. Se llevaron a mi hermano a un lugar a 500 metros de la casa. Allí le metieron varios balazos y lo cortaron en pedazos con la motosierra. El pedazo más grande que dejaron de mi hermano era así -dice abarcando con las manos un espacio que no supera los 40 centímetros-. Cavaron un hoyo y lo dejaron semienterrado allí. Nos lo encontramos allí mismo. Al menos pudimos enterrarlo como Dios manda", cuenta Berta.
Justo antes de la muerte de Carlos, Berta se había armado de valor y se había decidido ir a hablar con los líderes paramilitares. "Me dijeron que estaba loca, pero yo tenía que hacer algo. Estaban masacrando a mi familia. Fui a hablar con Óscar, uno de sus líderes".
El tal Óscar era un antiguo miembro de las FARC al que los líderes de las Autodefensas consiguieron atraer. Carlos Castaño, el gran patriarca paramilitar, hizo cuanto pudo por reclutar a guerrilleros. ¿Quién mejor para luchar contra la guerrilla que los propios guerrilleros?
"Cuando hablé con él no cabía en mi de odio, así que hablé sin miedo. Le dije ‘ustedes están aniquilando a mi familia, se han hecho un sancocho (un guiso) con ella. Los que me acompañaron intentaron pararme. Yo estaba convencida de que no salía de allí, que me iban bajar a bala. Pero no el tipo no consiguió mantenerme la mirada. Me reconoció que fue un error la muerte de mis familiares y lo hizo con la cabeza bien agachada. Yo le dije ‘bueno, eso está ya hecho y nada puede hacerse, pero me dicen por ahí que ahora usted mandó matar a mi hermano Carlos'. Me dijo que eso no era verdad y que él podía volver tranquilo a la finca. Y ya ve, lo mataron poco después. Luego ese perro de Óscar lo mataron en cuanto salió de la cárcel. No duró ni una hora vivo".
A Berta aún le desaparecieron a otro hermano más hace tres años más. El año pasado perdió a su madre que no pudo superar lo depresión crónica que le causó el exterminio de casi todos sus hijos. Ahora vive en una casa con los dos hijos de Miguel Ángel, de los que tuvo que hacerse cargo. "Ellos son mi fuerza, los hijos que ellos me arrebataron". Vive de su trabajo y de las escasas ayudas que el Estado ha dado a las víctimas de los paramilitares. Por la desaparición de su hijo le pagaron unos 5.000 euros. Y otros tantos para poder mantener a sus dos sobrinos. Pero, como ella dice, no es mucho para darles un futuro a esos niños. Aún menos para curar las heridas que le ha dejado esta década larga de duelo. "Cuando veo a los jefes de los ‘paracos' en televisión y les veo contar lo que han hecho... cuando sé que no van a pasar más de 8 años en la cárcel... no sé, no es justo... se me revuelve el estómago".